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viernes, 9 de enero de 2015

11M


Un día
de mayo
la juventud
mexicana
despertó
gritó por su libertad
clamó por su futuro
¡Ya no más!
Un día de mayo
levantaron la mano
para recordarnos
que siempre han estado ahí
y que no se irán
sin que el Mundo
lo sepa
para que todos estemos seguros
que
Nadie los ignorará
ni se convertirán en aquello
que durante su corta vida
los ha dejado atrás
Un día
de mayo
y
para siempre

Agradecemos a Odeen Rocha, comunicador por la UNAM, poeta, escritor y hombre de barba llevar. Desde Buenos Aires hasta México un fuerte abrazo, ciudad que respira poesía

miércoles, 7 de enero de 2015

epistolar: las entrañas del romanticismo




Todas las plumas escriben y se despluman con sangre derramada hoy, las calles se cargaron de ese sentimiento que se hamaca entre el odio y el resentimiento. Una vez más. Acá, sabiendo que la creación artística tiene un sinfín de caras -díficil de entender para algunos, eterno precepto para los que juegan el juego- vamos a retratar, en literatura epistolar, una pasión que no conoció límites, que se rigió por el placer indomable del sexo volcánico y la inmortal promesa de amor de una conciencia erótica apresada en dos cuerpos: el de Henry Miller y el de Anaïs  Nin acorralados entre sus propias líneas.

Primera entrega. Sirviendo como una introducción, pequeña e inexacta, agarramos una espina del gran tallo que es el amor romántico para ponerla sobre la mesa de disección:  irse a dormir con hambre del cuerpo ajeno, sentir en la corteza epidérmica el tacto de una mano conocida (pedirla por favor), la creación del ideal romántico ad hoc, tan inabarcable como desgastado en definiciones se refuerza con el intercambio de cartas entre Henry y la seductora femme fatale de la literatura moderna.
El que diga que esto no es amor, le invitamos un trago.

                                          I
Queridísima Anaïs,

Terriblemente, terriblemente vivo, afligido, absolutamente consciente de que te necesito. He de verte, te veo brillante y maravillosa y al mismo tiempo le he escrito a June y me siento desgarrado, pero tú lo entenderás, debes entenderlo. Anais, no te apartes de mí. me envuelves como una llama brillante. Anais, por Dios, si supieras lo que siento en este momento. Quiero conocerte mejor. Te quiero. Te quise cuando viniste a sentarte en mi cama -esa segunda tarde fue toda como una cálida neblina- y de nuevo oigo cómo pronuncias mi nombre, con ese extraño acento tuyo. Despiertas en mí tal mezcla de sentimientos que no sé cómo acercarme a ti. Ven a mí, aproxímate a mí, será de lo más hermoso, te lo prometo. No sabes cuánto me gusta tu franqueza, es casi humildad. Sería incapaz de oponerme a ella. Esta noche he pensado que debería estar casado con una mujer como tú. O es que el amor, al principio inspira siempre esos pensamientos. No temo que quieras herirme. Veo que tú también posees fuerza, de distinto orden, más escurridiza. No, no te romperás. Dije muchas tonterías sobre tu fragilidad. Siempre he sentido un poco de vergüenza, pero la última vez menos. Acabará desapareciendo toda.

Tienes un sentido del humor delicioso; lo adoro. Quiero verte reir siempre. Te lo mereces. He pensado en sitios a donde deberíamos ir juntos, sitios oscuros, aquí y allí, en París, por el simple hecho de decir "aquí vine con Anaïs", "aquí comimos, bailamos o nos emborrachamos juntos".

¡Ay!, verte borracha alguna vez, ¡qué privilegio!, casi me da miedo de proponértelo; pero Anais, cuando pienso cómo aprietas contra mí, cuán ansiosamente abres las piernas y qué humeda estás, Dios, me vuelvo loco de pensar en cómo serías cuando todo se disuelve. Ayer pensé en ti, en cómo ciñes las piernas en torno a mí, de pie, en cómo se tambalea la habitación, en cómo caigo sobre ti en la oscuridad sin saber nada. Y me estremecí y gemí de placer.

Pienso que si he de pasar todo el fin de semana sin verte, resultará intolerable. Si es preciso, iré a Versailles el domingo - lo que sea, pero he de verte. No temas tratarme con frialdad. Me bastará con estar cerca de ti, con mirarte admirado. Te quiero, eso es todo.

                                             II
Mi querida Anaïs,

¿Qué son las despedidas si no saludos disfrazados de tristeza? Lo mismo que el deseo y el placer de verte mientras te desnudas y te envuelves en las sábanas. Nunca has sido mía. Nunca pude poseerte y amarte. Nunca me amaste o me amaste demasiado o me admiraste como la niña que toma una lente y se pone a ver cómo marchan las hormigas y cómo, en un esfuerzo incasable y lleno de fatiga, cargan enormes migajas de pan. Qué son aquellas noches lluviosas en medio de la cama de un hotel. Qué el recuerdo de nuestros pasos por la calle, en el teatro o en la sala de conciertos. Qué son los recuerdos de los celos y de tus amantes y de June[1] y de mis amantes.

Anaïs, no creo que nadie haya sido tan feliz como lo fuimos nosotros. No creo que exista en la historia del hombre y de la mujer un hombre y una mujer como tú y como yo, con nuestra historia, nuestras circunstancias; con aquello que se desbordaba en las paredes, el ruido de la calle y la explosión de tu mirada inquieta de ojos delineados en negro; con la sinceridad de tu cuerpo frágil y tu secreto agresivo e insaciable. El recuerdo puede ser cruel cuando estás volando febrilmente a tu próximo destino, a otros brazos que te reciban expectantes y hambrientos. El recuerdo de tu diario rojo que tirabas en la humedad de la cama entre tus labios entreabiertos y mis ganas de desearte. Te deseo. Te deseo con la desesperación y el anhelo de lo imposible y ya te has ido y tal vez, en un sueño imaginativo y romántico, leerás estas palabras una y otra vez, en medio de mi ciudad con la gente pasando en medio de las calles y la sorpresa en tus ojos y la gran dama con el fuego en la mano derecha.

Mi querida Anaïs, ma petite, ma jolie, infanta inquieta de sal nocturna. Te extraño cuando huyes de madrugada y te extraño cuando camino y me tomo un café en la calle; te extraño cuando June se acerca cariñosa y cuando paso por los grandes aparadores. Te extraño casi a todas horas: cuando escribo, cuando te pienso, cuando escucho las campanas que me anuncian que ya son las tres, cuando me acuerdo de las horas interminables entre humo y whisky, cuando tengo una comida que dura toda la tarde, también cuando me despido de ti cada día a la misma hora, cuando como en aquel lugar donde nos dio el aire y cuando escucho la radio. Adiós, Anaïs, adiós. Ya nos encontraremos en otras vidas y en otras vidas podré poseerte y quedarme contigo para siempre. Ya te veré en medio de la nieve y entre libros y vino. Adiós,

Henry

[1]June Miller, hija de Henry y amante de Anaïs. Su hija, otra musa más en la interminable lista de HM, compartió el cuerpo de la española apenas se conocieron. Ciudad que respira cartas.