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domingo, 2 de noviembre de 2014

chet baker: una tumba en la belleza



Detrás de unos ojos azules de una profundidad hipnótica se esconde uno de los solistas más solitarios que el jazz pudo parir, trompeta y voz que se convierten en un solo instrumento cuando Chet Baker interpreta. El corazón estrujado entre el bronce gastado de su caño, el sabor oxidado de la boquilla con el dejo etílico de un ron sucio y su voz quemada por la pasión que todo lo empuja, permanecen vivos cuando sus discos empiezan a girar. Vivos como nunca antes, vivos como siempre.

Su genio se impuso siempre un paso adelante en su carrera musical: un sprint decidido para conquistar sus sueños de adolescente carilindo. Un talento natural y una presencia agresiva/pasiva que le daban a su carácter una complejidad innegable. Con Gerry Mulligan pudo emular lo que desde un principio admiró del bebop, un juego de melodías apuradas al unísono entre trompeta y saxo barítono le daban el tinte que supieron darle Dizzy y Parker a sus composiciones. Más cuidado, más frágil que muchos otros trompetistas (velocistas y estridentes) paró los oídos de Bird, Bill Evans, Miles Davis y otros popes del jazz con su estilo minimalista post bebop. Su sonido es el eterno enamoramiento, dulce, sin aristas (las notas agudas no existen en su registro, el virtuosismo de la trompeta va por otro lado, haciendo uso de los silencios y los espacios vacíos a la perfección.)


La arquitectura del músico de jazz perfecto, auge y decadencia, el concepto estético de belleza y caída plasmados en la melancolía oscura que él solo pudo plasmar en su instrumento y en su voz. La trompeta es un instrumento caprichoso y viril, y cada interprete se ve obligado a volcarse desde la boquilla pasando por los pistones hasta la campana para hacerla sonar, en este caso una afinación baja y el registro medio que ya mencionamos se combinan con una voz quebrada, casi juvenil y sin sobresaltos para definir la estética de Chet como inigualable. Una técnica existencialista, barnizada por sus excesos personales y por su eterno enamoramiento. Sin componer, sin escribir una partitura, supo componer su propia música. El genio nihilista que vivió melodía a melodía, pinchazo a pinchazo, viaja en la parte de atrás de un descapotable con dos mujeres italianas, sus cabelleras castañas se entremezclan con su pelo sucio. Debajo de su bigote revuelto se describe una sonrisa narcotizada: hablan de su música en vivo mientras circulan por alguna Avenida de la Costa Oeste. La escena destila un retrato de lo que fue su vida, lo que fue el amor en tiempos de eternidad, lo que fue ser un Dios errante por unos ratos humanos.



Un adicto maravilloso, joven y relampagueante atravesó sus días como una bocanada de electricidad dentro de una ciudad oscura sellada en vacíos eternos. La heroína, musa y pesadilla de todos los grandes, lo encontró a los 27 años y desde ese entonces le costó separarse: desde la clandestinidad y con prescripciones médicas Chet hizo uso y abuso de la sustancia autodestruyéndose por completo (cayó preso y fue prácticamente echado de Europa por cargar con sus vicios a cuestas). La metamorfosis de un día para el otro (casi kafkiana) separa su vida en dos etapas: de un playboy tristón a la tristeza de un sueño mal soñado. Una ecuación de diez gramos de heroína y cinco de cocaína por día lo llevaron a transformar su piel en un lienzo trágico, la piel desnuda surcada por arrugas y una fragilidad del alma que se traduce en su andar meditabundo y cansado de tanto girar. Sin dientes y sin tocar una nota se recluyó seis años hasta que fue rescatado por el jazz mismo, un Adonis machucado con dentadura postiza y gafas de aumento sentado en un taburete cantando My Funny Valentine para luego retratar con su trompeta, que suena casi esfumándose, todo lo que la letra dice: You make me smile with my heart/ Your looks are laughable/ Un-photographable/ Yet, you're my favorite work of art.”[1] Traje negro ajado y corbata a lunares, también esfumándose en el vaivén sedoso de las escobillas sobre el redoblante bajo unos focos que parecen lamentarse por tener que iluminar tanto. Las penumbras de un pasaje sensorial que es vida y muerte, que es la simpleza de los sentimientos en el arte, que es todo eso que no aparece en los manuales de técnicas. Este eterno enamorado de sí mismo y de todos los demás: de la vida y de los volantazos que la hacen tan interesante. 

Un edificio en ruinas seduce por lo que esconde: el firmamento de paredes derruidas llenas de secretos y lo vivido en días pasados congenian con la superstición y la eterna iconoclasia humana. Con Chet sentimos lo mismo, es un edificio en ruinas: blanco y negro, auriculares y micrófono de estudio, cantando Daydream de Ellington ajado por los años que pasó metiéndose speedball, lo recubre la seducción de las ruinas mientras grabó lo que sería una de sus últimas apariciones publicadas.

Como una lágrima salada derrapando por una mejilla el 15 de mayo del 88, bajo el neón rojo de un cartel sobre el cielo de la capital holandesa, dejó este mundo Chesney Henry Baker Jr. como arrancado de su propia novela.
Estaba tirado en posición fetal en la calle afuera de un hotelucho en Amsterdam, luego de la presentación en vivo con Archie Shepp, cuando la policía encontró su cuerpo. La sangre cubría su cara y recubría sus pantalones azules a rayas. Su cráneo estaba fracturado. Eran las 3.30 de la madrugada y la luna estaba llena, ardiendo en el cielo holandés.

En la escena, la policía declaró que el muerto había saltado de una ventana del Prins Hendrik Hotel, golpeando su cabeza contra el concreto del pavimento. No se identificó el cuerpo, que rápidamente fue envuelto en una manta blanca y llevado a la morgue.
La mañana siguiente la policía holandesa retornó al hotel de mala muerte para investigar. Determinaron que un cuarto en el segundo piso, a unos 10 metros sobre el cuerpo que fue hallado, fue alquilado por un tal Chet Baker. El nombre no les sonaba a los detectives de la policía.
El cuarto estaba cerrado desde adentro. Luego de ingresar, la policía encontró dos vasos: uno con una aguja hipodérmica con un gramo de heroína y otro con una mezcla de heroína y cocaína. También descubrieron un bolso pequeño con una trompeta, un brazalete, un encendedor y un par de monedas.
La policía holandesa asumió que el cadáver anónimo era simplemente producto de otro suicidio yonki. La pequeña ventana estaba abierta unos centímetros nada más, lo necesario para que el espectralmente flaco Chet Baker pueda deslizarse por la abertura que daba al exterior. Para, en una madrugada con olor a incertidumbre, inmortalizarse sobre el pavimento holandés.

Nunca pasa desapercibida la forma en que la música se ata a los sentimientos, muchísimo menos la coronación de estos en el estilo. Revienta un crespúsculo ardiente sobre la ciudad húmeda, todo parece jazz ahora. Esta despide físicamente a un ser eterno, de metal oxidado por sus propias lágrimas, de un porte trágico. Una despedida que termina siendo una bienvenida, hoy, todas las trompetas melancólicas rellenan un vacío aguardentoso, vertiginoso y tan enamorado como el condenado a la libertad. No conmueve tampoco entristece, simplemente tiñe cada rincón con su sonido dulce, triste pero dulce, humano pero dulce.
Son las diez de la noche, a través de la persiana la luna ya está en el cielo, arriba estallando de una palidez poderosa, dos cubos de hielo se derriten sin esperanza adentro de un whisky encarcelado hace media hora en un vaso chiquito y su voz inunda la sala como un secreto una vez más.




[1] Chet Baker in Tokyo: Un año antes de su muerte se presentó en Tokyo, Japón dejando material póstumo. Se lo ve consumido pero inspirado bajo los focos orientales. Ciudad que respira jazz.